Aquí nació la política como espectáculo
Los careos entre William F. Buckley y Gore Vidal alumbraron un nuevo género televisivo
El pasado agosto la cadena Fox, dirigida por el gurú conservador Roger Ailes, registró una audiencia récord (16% de cuota y 24 millones de telespectadores) en el debate entre los candidatos republicanos. El tirón mediático de Donald Trump alcanzaba una nueva cima, pero quien pretendiera extraer conclusiones más elevadas de esto o tratara de reconocer un hito histórico erraba. Cierto que Trump es el primer aspirante a ocupar la Casa Blanca que además de triunfar en los negocios ha tenido un exitoso reality show —no faltan las voces que proponen que en caso de que no triunfe su candidatura debería poner en marcha un medio propio—, pero para entender la morbosa y rentable relación de la política y la televisión hubiera sido mejor acercarse a algún cine donde proyectasen The Best of Enemies. El documental de Robert Gordon y Morgan Neville indaga en la historia de los legendarios careos televisivos entre dos intelectuales antagónicos: los archienemigos Gore Vidal (1925-2012) y William F. Buckley (1925-2008).
Sus opiniones eran contundentes y radicalmente opuestas; ambos habían fracasado en su intento de meterse más de lleno en política
Y bien, ¿cómo empezó el gallinero televisivo con comentaristas políticos? En 1968 la cadena ABC, con menos recursos que la competencia y sin ningún presentador estrella en sus noticieros, decidió introducir una propuesta novedosa en su cobertura de las elecciones con 10 debates entre dos de las figuras más provocativas de la izquierda y la derecha estadounidenses. Sus opiniones eran contundentes y radicalmente opuestas; ambos habían fracasado en su intento de meterse más de lleno en política —Buckley como candidato conservador a la alcaldía de Nueva York, Vidal como representante en la Cámara Baja por Nueva York—. Nunca hasta entonces las televisiones habían convertido sus platós en canchas de boxeo verbal; trataban más bien de cimentar ideas. Los careos entre Buckley y Vidal cambiaron para siempre las cosas. Se celebraron durante las convenciones del Partido Republicano en Miami y de los demócratas en Chicago. “Lo hice tan bien que dejé el cadáver sangrante de Buckley en el suelo”, recuerda un ufano Vidal en un fragmento de archivo del documental.
En 1968 los ánimos estaban cargados; el país, sumido en una turbulenta etapa tras el asesinato de Bob Kennedy, apenas un mes antes, y el de Martin Luther King aquella primavera, las protestas contra la guerra de Vietnam cobraban impulso, la contracultura sacudía el statu quo. William F. Buckley aportaba munición intelectual a los conservadores desde su revista National Review, donde alentaba a proseguir con la guerra, clamaba contra los pobres que chupaban del sistema y trataba de frenar la reforma de los derechos civiles. Con su seductora sonrisa y su rapidez verbal, pronto se convirtió en una estrella televisiva (tuvo un programa, Firing Line, hasta 1999), capaz de hacer perdonar su acento y origen distinguido, de convertir el pensamiento conservador en algo popular, y de traducir la guerra ideológica en una batalla cultural.
Procedente de una familia igualmente privilegiada, Gore Vidal era su némesis. Defendía la libertad sexual, exigía el final de la guerra, alertaba de que la población negra y los estadounidenses con menos recursos debían ser escuchados. Escribía en las páginas de The Nation, el semanario izquierdista más antiguo del país, y salía con frecuencia en televisión. Tras la publicación ese mismo año de su novela Myra Breckinridge, su popularidad alcanzó la cima.
Tráiler de 'Best of Enemies' (2015).
A pesar de su perfil intelectual y elitista, Vidal y Buckley dejaron a un lado los modales desde el principio. Su antipatía mutua era palpable. “Siempre estás a la derecha y siempre estás equivocado”, espetó lleno de desprecio Vidal en los primeros careos antes de tildar a su adversario de “María Antonieta de la derecha que pide sangre”. Aquello era solo un aperitivo de lo que estaba por venir. En Chicago, Buckley sacó una carta de Bob Kennedy en la que se mofaba de Gore Vidal, metiendo el dedo en la llaga de su caída en desgracia con la poderosa familia demócrata.
Ante la brutal represión policial en Chicago, el conservador defendía que detrás de la expresión “ley y orden” no había un tinte racista, y fue entonces cuando Vidal asestó un golpe que le hizo perder el equilibrio y le derribó, al llamarle criptonazi. Congelado, distorsionado, fuera de sí, Buckley escupió: “Escucha, marica, deja de llamarme criptonazi o te partiré la cara y te daré una paliza”. Sonriente y tranquilo, un triunfante Vidal califica el exabrupto de “grotesco ejemplo de la libertad de expresión en EE UU”. Hubo largos artículos de los protagonistas meses después explicando lo ocurrido y luego pleitos que se prolongaron varios años antes de languidecer. La cadena ABC logró con aquellos careos colocarse en cabeza, y lo que ya nunca volvió a caer fue la audiencia televisiva ante una sonada bronca política entre comentaristas.
A pesar de su perfil intelectual y elitista, Vidal y Buckley dejaron a un lado los modales desde el principio. Su antipatía mutua era palpable.
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